Ellos volaban sobre sus cabezas y se cruzaron treinta y dos veces en el mismo paso de cebra. Una tras otra.
Ella al otro lado de la calle, expectante. Él en el abismo que suponía estar colgado en la repisa de la acera.
Rodeados de personas que iban acumulándose como ropa sucia en la silla castigada contra la esquina de una habitación tan vacía como repleta de ausencias; gente desconocida, anónimos personalmente indiferentes. Agitaban los brazos de un modo inmóvil y se sostenían elevados, mirándose como si jamás se hubiesen mirado.
Caminaban posados en el suelo sin llegar a hacer pie.
Cada paso suponía un acercamiento violento, un encuentro ansiado desde que se encontraron al otro lado.
Mantenían la respiración, la mirada y los labios sellados, como una puerta oxidada con un candado exagerado. Como un libro que no te dice nada pero te engancha. Como esa eternidad que no dejas de mirar porque nunca termina.
Eran dos completos desconocidos que se intuían, como si en otra vida hubieran sido algo, incluso unidos.Tenían la sensación de haberse conocido y querían saltarse los preliminares. No importaba el nombre, la edad, si estudia, trabaja o viene mucho por aquí. Querían saltarse el' hola, ¿estás sola?' y avanzar hasta el momento del silencio. El instante de mirarse, de comerse por los bordes.
Se cruzaron y junto a sus miradas, casi eternamente, atrapados en un bucle indecente. Ya no recordaban hacia dónde caminaban, ni de dónde venían. Si de una vida agitada, un pasado pesado o un presente acomodado.
Se cruzaron treinta y dos veces en el mismo paso de cebra. Una tras otra. Ella al otro lado de la calle, expectante. Él decidido a dar el paso y volver a encontrarse.